Hay nombres que no se gritan, se murmuran. Como un pensamiento que vuelve cuando nadie lo espera. Ulises Serón nace en esa frontera difusa entre lo que se imagina y lo que se atreve, donde la palabra se convierte en caricia, y el silencio, en promesa.
Sus historias no buscan respuestas, sino grietas. No ilustran lo evidente: lo rodean, lo desarman, lo sugieren. En sus páginas habita la tensión de lo que podría pasar… o tal vez ya pasó. Lo íntimo no se muestra —se intuye, se respira— como una corriente subterránea que lo atraviesa todo.
Leerlo es entrar en un espacio suspendido: donde las miradas dicen más que los diálogos, donde un gesto basta para encenderlo todo. No hay apuros. No hay máscaras. Solo pulsos que se cruzan, deseos que se desdibujan, y personajes que sienten antes de entender.
Ulises Serón escribe porque hay emociones que no se explican, pero sí se provocan. Porque algunas verdades no se dicen —se insinúan. Y porque hay historias que solo pueden contarse con los ojos cerrados.